La inmensa mayoría de la población mundial tiene que trabajar para poder subsistir. El primer punto del Artículo 23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 recuerda a los legisladores que “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo”. Ante estas premisas, no parece aceptable que se permita que ningún ciudadano pueda desarrollar su actividad laboral en condiciones que le determinen un problema de salud. Sin embargo, la realidad es bastante diferente. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que aproximadamente 2 millones de personas mueren cada año por enfermedades y accidentes del trabajo, y que más 300 millones de personas sufren enfermedades relacionadas con el trabajo. Por otro lado, en el caso de que una enfermedad profesional termine apareciendo, las legislaciones de la gran mayoría de países establecen que se debe compensar a la persona (o familia que depende económicamente de dicha persona) por ello. En este sentido cabe hacer mención de la “Ley de Accidentes de Trabajo de 30 de enero de 1900” que en tal fecha fue aprobada en España. Dicha Ley regulaba las compensaciones por accidentes de trabajo (y también se podría asumir que se incluía lo que hoy consideramos enfermedades profesionales) de las que los patrones (empresarios) serían responsables en los accidentes (enfermedades) laborales de sus trabajadores. Pero por supuesto… para que las compensaciones se ejecuten, es necesario que las enfermedades se reconozcan como tales. Casi siempre que se deben pagar indemnizaciones las entidades pagadoras establecen mecanismos para evitar fraudes, lo que puede llegar a burocratizar el procedimiento e incluso dificultar que personas que merecen dicha compensación terminen no recibiéndola. Y por otro lado, actuar con criterios economicistas puede hacer perder el espíritu de justicia social inicial de las compensaciones provocando asimismo el mismo efecto
La realidad nos indica que existe una baja declaración (o una baja tasa de reconocimiento) de enfermedades profesionales a nivel internacional, que es mayor si cabe en el caso del cáncer profesional por ejemplo en países como España y seguramente también así sea en el resto de Iberoamérica. Los países con las tasas más bajas deberían plantearse modificar los procedimientos para facilitar que personas que han perdido su salud trabajando para poder subsistir puedan al menos, recibir alguna compensación al respecto. Un primer paso imprescindible es la existencia de una voluntad política afín al respecto. A partir de dicho punto ya se podría abrir un debate para identificar las barreras que impiden el reconocimiento de las enfermedades profesionales en cada uno de los países afectados, hacer propuestas de intervenciones, llevarlas a cabo, y llevar a cabo una evaluación de dichas intervenciones que garanticen que el camino iniciado nos lleve a buen fin.
Un ejemplo interesante de programa de actuación para mejorar la tasa de reconocimiento de cáncer profesional se está llevando a cabo en el Principado de Asturias en España, donde las autoridades sanitaria y laboral han constituido un grupo de trabajo multidisciplinar sobre cáncer profesional denominado Equipo de Valoración de Sospecha de Cáncer Profesional del Principado de Asturias (EVASCAP), además de estar en la fase de creación de un Registro de Trabajadores Expuestos a Cancerígenos y Mutágenos. Según reconocen los mismo impulsores del programa, la creación del EVASCAP es sin duda un factor clave del programa, pero que por sí sólo no garantiza resultados positivos si no fuese por las alianzas establecidas con otros agentes implicados en el proceso de reconocimiento de enfermedades profesionales: el Servicio Público de Salud, el Instituto Asturiano de Prevención de Riesgos Laborales (IAPRL), y el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS).
Juan Alguacil Ojeda
Editor Asociado de Gaceta Sanitaria.