Ética en, de y para la salud pública

Como es sabido, ética es palabra que debemos al griego antiguo, idioma en el que significaba «lo relativo (el sufijo ico/a) al modo de comportarse (ethos)», es decir aquellos usos y costumbres de la gente en su vida cotidiana que la comunidad consideraba normales,  aceptables. El mismo significado de la palabra latina moralis, lo relativo a los mores, las costumbres, de donde procede nuestro sustantivo moral. Así mos maiorum, las costumbres de los antepasados, serían la referencia con la que los romanos valoraban la bondad de sus actos y decisiones. Tales usos y prácticas, en la medida que se generalizaban y asumían generaban consuetudines, antecedentes del derecho, como nos recuerda la denominación de derecho consuetudinario.

Uno de los  primeros y más conocidos tratados al respecto es la célebre «Ética a Nicómaco» en la que Aristóteles explica a su hijo cómo actuar para ser feliz, lo que, según él, es el propósito de nuestra existencia y se alcanza mediante la virtud.  De ahí y de las aportaciones de otros filósofos como los helénicos Sócrates y Platón o los latinos Séneca y Quintiliano, viene el que se considere la ética como filosofía moral, desarrollada más modernamente por los escolásticos y culminada por Kant con su imperativo categórico, propuesta que le permitía, al menos aparentemente, valorar la bondad de una decisión universalmente y, lo que tal vez ha sido más transcendente, proclamar de manera rotunda la inviolabilidad de la dignidad de las personas que en ninguna ocasión pueden considerarse sólo medios para obtener cualquier fin por loable que sea. Entre paréntesis, Fernando Savater publicó hace ya unos años una amena introducción elemental a la ética dedicada a su hijo adolescente[1].

La coincidencia semántica, que no etimológica, entre ética y moral, más que una casualidad es la constatación de la  importancia que tiene, para la viabilidad de las sociedades humanas, seleccionar, conservar y mantener vigentes los usos y costumbres imprescindibles para la supervivencia de las colectividades. De la misma manera que nos es de gran utilidad acumular, conservar y desarrollar los conocimientos científicos y otras fuentes de información cultural.

Estas referencias morales o éticas podían ser específicas para una determinada profesión, los que más adelante serían denominados códigos deontológicos, el antecedente más conocido de los cuales es el juramento hipocrático. En la actualidad tales códigos recogen las normas de comportamiento de aquellas personas que comparten la misma corporación, más allá de las leyes que afectan al conjunto de la ciudadanía.  Entre paréntesis, los colegios de la abogacía o de la arquitectura como los de la medicina, farmacia, enfermería, etc. son instituciones de derecho público cuya principal responsabilidad es garantizar a la sociedad un ejercicio moralmente adecuado de su actividad profesional.

Sirva este preámbulo como introducción para mejor entender las consideraciones siguientes en las que se plantea la conveniencia de desarrollar y promover las aplicaciones de la ética, como filosofía moral, a la salud pública, ya sea  por lo que se refiere a las particularidades de la disciplina (ética de…) como para valorar si las decisiones e intervenciones de la salud pública son moralmente adecuadas (ética en…) o incluso para ampliar y desarrollar aspectos de la práctica salubrista que pueden beneficiarse de una perspectiva ética (ética para…)  de acuerdo con la sugerencia de Gostin[2].  

Como explicaba Rosen[3], los orígenes de la salud pública se remontan al nacimiento de las ciudades, cuya viabilidad requiere del saneamiento imprescindible, que incluye el almacenamiento y conservación de alimentos así como el abastecimiento de agua potable y la suficiente evacuación de residuos, incluida una policía mortuoria mínima. Es decir un programa básico de protección de la salud colectiva, aunque los propósitos explícitos de tales instalaciones fueran de sostenibilidad más que de prevención de enfermedades. Pero resulta que, además, los primeros asentamientos urbanos estables acostumbran también a disponer de equipamientos para el ocio, como espacios de juego y de baño para el disfrute y bienestar de sus habitantes, o sea intervenciones de promoción de la salud en el sentido actual del concepto.

De nuevo entre paréntesis conviene recordar las etimologías griegas y latinas de la ciudad, polis y civis respectivamente, que evocan a su vez conceptos como política y civismo, los cuales denotan la importancia del desarrollo de la convivencia en las sociedades humanas una vez adoptado el modelo urbano.  Los humanos somos animales sociales por naturaleza, de forma que desde la aparición de nuestra especie las relaciones entre los componentes de las bandas y clanes primero y más tarde entre los vecinos de poblados, aldeas o burgos, son imprescindibles para nuestra supervivencia.    

En cualquier caso los programas de salud pública, informales durante buena parte de la historia de la humanidad –desde el Neolítico hasta casi el higienismo y la revolución industrial, tal vez con la excepción de la Roma imperial- no tuvieron una relación especialmente estrecha con la medicina y otras actividades similares hasta la aparición de las grandes epidemias de peste.  No en vano la primera cuarentena documentada tiene lugar por orden de las autoridades municipales en Ragusa, la actual Dubrovnik, a mediados del siglo XIV.

Claro que se empieza a hablar de salud pública en un sentido muy parecido al actual en los tiempos de la revolución industrial cuando en 1848 se promulga la Public Health Act en Londres, una iniciativa mediante la cual los poderes públicos asumen la responsabilidad de la protección colectiva de la salud de la ciudadanía, al menos parcialmente. Lo que dará lugar al nacimiento de los primeros servicios públicos de sanidad con funciones básicamente comunitarias, que, en España por ejemplo, se dotan de profesionales de la medicina, la farmacia y la veterinaria entre otras titulaciones, los denominados funcionarios sanitarios locales.

El carácter gubernamental de las instituciones de salud pública supone en muchos casos que buena parte de los profesionales de Salud Pública sean servidores públicos, obligados a cumplir las normas y reglamentos de las respectivas administraciones, lo que los diferencia del planteamiento más deontológico de las profesiones liberales. Por otra parte, la idea de contribuir al bien común es, en parte al menos, reflejo de la doctrina utilitarista propia de los mercantilistas ingleses entre los cuales destaca Edwin Chadwick el promotor de la mencionada ley británica que, además de amigo de Stuart Mill, fue secretario personal de Jeremy Bentham, ambos destacados utilitaristas.

Así pues, y aunque más bien tácitamente, la justificación ética de las intervenciones salubristas ha sido y sigue siendo sobre todo conseguir el máximo grado de bienestar atribuible. Por lo que cualquier decisión que implique un incremento tangible de la salud o si se prefiere de la calidad de vida asociada a la salud estará moralmente justificada. Aumento como saldo neto, una vez descontados los eventuales perjuicios que pueda provocar la medida o el programa en cuestión, puesto que ninguna actividad sanitaria puede garantizar de modo absoluto que siempre resulte totalmente inocua. Siempre para la mayoría de la población.

El recurso a una referencia ética de carácter consecuencialista como el utilitarismo es objeto de crítica por aquellos que consideran que las acciones y las decisiones humanas son moralmente aceptables independientemente de que las consecuencias que provocan sean beneficiosas o no.  O sea que deben atenerse a unos criterios o principios fundamentales.

Lo cierto es que acogerse al utilitarismo es un ejemplo de pragmatismo. De hecho uno de los indicadores para poder comparar los eventuales beneficios de distintas intervenciones sanitarias que afectan a diversos problemas de salud son los años de vida ajustados por calidad que se ganan o se pierden como consecuencia de tales intervenciones. Sin embargo, la debilidad mayor del utilitarismo tiene que ver con el respeto a los derechos de las minorías y, también, con las eventuales discrepancias sobre lo que puede resultar beneficioso.   

Esta perspectiva utilitarista seguirá siendo la referencia ética hegemónica de las instituciones de la salud pública incluso durante los primeros años de desarrollo de la bioética la cual, descontando el antecedente poco influyente de Fritz Jahr en 1927, nacerá a partir de las propuestas de Potter  y se consolidará mediante el informe Belmont.

Precisamente uno de los mayores estímulos para la elaboración de ese informe fue  el escándalo que provocó la difusión de la existencia del estudio de Tuskegee, el seguimiento de una cohorte de afroamericanos afectados de sífilis con el propósito de comprobar si la historia natural de la infección era distinta que la estudiada por los escandinavos unos años antes. Los casi 400 sujetos y 200 controles debían ser seguidos hasta su muerte sin recibir tratamiento. Una restricción que se mantuvo a pesar de la generalización del tratamiento de la sífilis con penicilina tras la segunda guerra mundial. Pero un artículo de Jean Keller en el Times de New York en 1972 desencadenó una reacción mayoritaria de repulsa que, además de provocar la suspensión de la indagación, impulsó el desarrollo de una regulación de la experimentación humana  por parte de las administraciones públicas que se materializaría unos años después. Llama la atención que, a pesar de que el servicio federal de salud pública de los USA fuera el responsable del estudio,  el desarrollo de la ética en la formación y en el desempeño profesional de la salud pública tardaría todavía bastante. En 1974 una encuesta a las escuelas oficiales de la disciplina mostró que apenas cinco de las quince que respondieron  reconocían el potencial interés de unas bases éticas y solo en  dos de ellas, Harvard y Columbia, habían habilitado un espacio significativo en el plan de estudios[4].

La consecuencia más tangible del episodio Tuskegee fue el citado informe Belmont que finalmente se publicaría en 1979, hace ahora cuarenta años[5]. Fue redactado por la Comisión Nacional para la Protección de Sujetos Humanos de la Investigación Biomédica y del Comportamiento creada como resultado de la Ley Nacional de Investigación de 1974.  Durante 1976 se debatieron sus propuestas en el Centro de conferencias del Instituto Smithsoniano de Belmont –de ahí su nombre– aunque no se publicaron hasta finales de 1979, en un breve documento que identifica los principios éticos básicos y las pautas que abordan los problemas éticos derivados de la realización de investigaciones con seres humanos. De modo que cualquier experimento de esta naturaleza debe garantizar el respeto por las personas (autonomía) que ninguna de ellas sea tratada injustamente ( justicia) y que el propósito del estudio sea producir beneficios para la salud, por lo que el mero interés por incrementar el conocimiento no  es suficiente justificación moral (beneficencia). Ese mismo año,  Beaumont y Childress, les añadirán el principio  de no maleficencia[6] puesto que la intención benéfica no resulta suficientemente protectora.

Estos principios van a ir ampliando paulatinamente su ámbito de influencia al conjunto de normas deontológicas de las profesiones sanitarias.

La irrupción del SIDA y la protesta de los colectivos homosexuales contra su discriminación, ahora al identificarlos como grupo de riesgo, junto a heroinómanos, haitianos y hemofílicos,  comportará la decidida promoción de los derechos humanos — un planteamiento ético no consecuencialista– en el ámbito de la salud pública, gracias, entre otros, al trabajo del malogrado Jonathan Mann[7] [8] [9], y  estimulará también la aplicación de argumentos y consideraciones éticas, de modo que tanto las instituciones profesionales[10] como las escuelas de salud pública[11] irán incorporando la ética en sus programas, primero en los USA y poco a poco en Europa[12] [13].  

En España la situación es todavía incipiente. Sobre todo en relación con la formación y la práctica de la bioética que ya ha alcanzado cierta tradición en el sistema sanitario, tanto en el ámbito estatal con la Comisión de Bioética de España, como en algunas autonomías que disponen de comisiones equivalentes y, desde luego, gracias a la existencia de unidades y comités de ética asistencial y de investigación. En el ámbito de la formación de postgrado se han desarrollado algunos programas universitarios de maestría en bioética que en muchos casos se ofrecen en modalidades online.

En cambio la oferta formativa específica sobre ética y salud pública es bastante limitada[14]. Ello no obstante, SESPAS alberga un grupo de trabajo sobre ética y salud pública[15] que, con la colaboración de la Fundación Grífols, viene organizando encuentros monográficos anuales los cuales se editan como cuadernos de la fundación y son de acceso libre[16]. Y hace poco la revista Bioética y Derecho que edita el Observatorio de Bioética de la Universidad de Barcelona ha editado un monográfico que incluye siete artículos y una editorial sobre cuestiones de salud pública bajo la perspectiva de la ética[17].   

Desde el año pasado la Escuela de Verano de Salud Pública de Menorca que había acogido alguno de los encuentros del grupo de trabajo de Ética de SESPAS,  programa un curso de introducción a la ética de la salud pública[18].

Todos los ámbitos de la salud pública pueden beneficiarse de la aplicación de las consideraciones éticas, desde el de la vigilancia y monitorización de problemas y determinantes de salud hasta el diseño y la puesta en práctica de las políticas de salud y sanitarias pasando por la promoción y la protección colectiva de la salud comunitaria que incluye las actividades poblacionales de prevención de enfermedades específicas. Cabe mencionar finalmente la iniciativa de un grupo interdisciplinario de autores[19] que coordinados por Andrea Burón han elaborado un curso MOOC (Massive Online Open Courses) de introducción «ÉTICA EN SALUD PÚBLICA. ¿La salud es siempre lo primero?» que estará asequible en la plataforma Miríadax desde el curso próximo gracias a la Universidad Pompeu Fabra. Esta introducción consta de diez capítulos, dos introductorios a la salud pública y a la ética, un tercero dedicado a la ética de la salud pública, y los seis siguientes a los aspectos éticos más relevantes de la promoción de la salud; de la prevención de enfermedades (vacunaciones, cribados, etc.); de la protección de la salud y vigilancia (control de brotes y epidemias, seguridad alimentaria, vial, etc.); del diseño de las políticas de salud y sanitarias y del establecimiento de prioridades; de la comunicación y de la investigación respectivamente. Para acabar con un capítulo dedicado a los conflictos de interés en el ejercicio profesional de la salud pública.

Agosto, 2019.

Andreu Segura.
Vocal del Comité de Bioética y del Consejo Asesor de Salud Pública de Cataluña

email: asegurabenedicto@gmail.com

Editor invitado de salud comunitaria. Comité editorial de Gaceta

*Agradezco a los profesores  Àngel Puyol yBegoña Roman sus sugerencias si bien la responsabilidad de los eventuales errores es sólo mía.



[1] Savater F. Ética para Amador. Barcelona: Ariel ,1991. Existe una reedición con motivo del 20 aniversario. Véase: http://www.fernandosavater.com/pensando-con-fernando-savater.php

[2] Gostin LO. Public health, ethics, and human rights: A tribute to the late Jonathan Mann. J. Law Med. Ethics 2001; 29:121-30.

[3] Rosen G. A History of Public Health. Expanded edition. Baltimore: The Johns Hopkins         University Press, 1993: 1-5.

[4] Bluestone NR. Teaching of ethics in schools of public health. Am J Public Health. 1976 May;66(5):478–9.

[5] The National Comission for the protection of human subjects of biomedical and behavioral research. The Belmont Report. DHEW Publication No. (OS) 78-0014 Washington DC, 1978 Accesible en:

https://www.hhs.gov/ohrp/sites/default/files/the-belmont-report-508c_FINAL.pdf

[6] Beauchamp TJ, Childress JF. Principles of Biomedical Ethics. Oxford University Press, 1979

[7]Mann JM, Gostin L, Gruskin S, et al (1994) Health and human rights. Health Hum Rights 1:6-23.

[8] Mann JM. Medicine and public health, ethics and human rights. Hastings Center Rep. 1997;27:6–13

.

[9] Marks SP. Jonathan Mann’s  legacy  to the 21st century: The human rights imperative for public health. Journal of Law, Medicine & Ethics 2001; 29: 131–8

[10] Thomas JC, Sage M, Dillenberg J, Guillory, JV. A code of ethics for public health. Am J Public Health. 2002;92:1057-60

[11] Thomas JC. Teaching ethics in schools of public health. Public Health Rep. 2003;118:279-86.

[12] Aceijas C, Brall C, Schröder-Bäck P, Otok R, Maeckelberghe E, Stjernberg L, Strech D, Tulchinsky TH. Teaching ethics in schools of public health in the European Region: findings from a screening survey. Public Health Reviews. 2012;34: epub ahead of print.

[13]   Camps V, Hernández-Aguado I, Puyol A, Segura A. An ethics training specific for European public health. Public health Rev, 2015: 36: 6.

[14] Buron A, Segura A. Public health ethics education in public health masters in Spain: Current status and available resources for teaching.  Rev Bio y Der. 2019; 45: 89-109

Accesible en:  http://revistes.ub.edu/index.php/RBD/issue/view/2093

[15] Área de Trabajo de Ética y Salud Pública. SESPAS.

Accesible en:  https://sespas.es/areas-de-trabajo/etica/

[16] Fundación Grifols. Cuadernos editados conjuntamente con el grupo de ética de SESPAS. Q24(2010) Q27(2012) Q29(2013) Q32(2014) Q37(2015) Q38(2016) Q42(2017) Q48(2018) Accesible en : https://www.fundaciogrifols.org/es/web/fundacio/monographs

[17] Observatorio de Bioética. Monográfico sobre ética y salud pública. Rev Bio y Der. 2019; 45: Accesible en:   http://revistes.ub.edu/index.php/RBD/issue/view/2093

[18] Escuela de Verano de Salud Pública. Curso C8 Ética en, de y para la salud pública. Accesible en: http://www.emsp.cime.es/contingut.aspx?idpub=1857

[19] Los autores son:  Andrea Burón, profesora del Máster de SP UPF/UAB; José Miquel Carrasco de APLICA Investigación y traslación; Fernando García, presidente del comité de ética de la Investigación del Carlos III;  Àngel Puyol, profesor de ética y filosofía política de la UAB; Begoña Román, profesora de filosofía de la UB;  Miguel Ángel Royo, director del Máster de SP de la Escuela Nacional de Sanidad y Andreu Segura.