En los últimos años hemos asistido a un cambio en el patrón de consumo de la población protagonizado por un aumento de alimentos ultraprocesados de calidad nutricional cuestionable y un descenso evidente de alimentos básicos como frutas, verduras, granos integrales o legumbres. Este patrón dietético acompañado de un bajo nivel de actividad física y una pérdida de costumbres culturales ha contribuido al desarrollo de enfermedades crónicas no transmisibles en gran parte del mundo[1–3]. Entre 2001 y 2014, la proporción de alimentos procesados distribuidos a través de supermercados (incluyendo pequeños comercios, hipermercados y tiendas de descuento) aumentó significativamente en países de ingresos bajos-medianos (del 22 al 27%), en países de renta media-alta (de menos del 40% al 50%) y en países de ingresos altos (del 72 al 75%)[4]. Pero esta transición no ha sido fortuita.
Al ser la alimentación una necesidad básica, sufrimos la “condena” de adquirir alimentos, día tras día, semana tras semana. Y es justamente de esta condena de la que se aprovecha la industria alimentaria para sacar su arsenal de estrategias publicitarias para dirigir nuestra forma de consumir. A menudo, nos hacen creer que el pan de las tostadas es de la panadería del barrio; el tomate frito lo produce un señor italiano con bigote; el pollo procede de una pequeña aldea en el monte y los fresones del yogur los recogen las manos delicadas de mujeres que no sufren explotación laboral. Pero hemos de confesaros que estas afirmaciones están muy lejos de ser la realidad [5,6].
Puede que algunos fabricantes tengan la voluntad de intentar cambiar ciertos procedimientos, pero, a menudo, se tropiezan con un mercado que no pone precio a los costes medioambientales y sociales. Un alimento simple y saludable no puede reportar los mismos beneficios que los productos industrializados. Por este motivo, los organismos reguladores no se atreven a recomendar un menor consumo de ultraprocesados pues hacen prevalecer los intereses del sector pasando por alto consideraciones de gran importancia como las medioambientales, sociales, de salud o de desarrollo[7].
Hay que ser romántico, o un poco inocente, para pensar que los productos que se consumen en los establecimientos a precios ajustados son producidos de forma responsable. Sin embargo, la tendencia en alta cocina, a menudo, apuesta por situar los productos de proximidad en el centro, como si fueran las opciones más extravagantes del mundo. Resulta llamativo que hace unos años estos restaurantes presumían por ofertar productos exóticos kilométricos como el caviar iraní, el salmón finlandés, la carne de Argentina, los faisanes escoceses o las frutas tropicales, y en la actualidad busquen el Km0, las tradiciones, la cotidianidad, la temporalidad e incluso la ecología en todas sus propuestas. Tanto es así, que, en 2020, la propia Guía MICHELIN anunció una nueva distinción que premia a los establecimientos comprometidos con una gastronomía sostenible y responsable. La Estrella Verde MICHELIN contempla desde los métodos de abastecimiento y las características de los productos hasta la coherencia de los menús, el funcionamiento general o la gestión de los residuos, ámbitos de actuación que reflejan el compromiso con una gastronomía más responsable. Pero ¿el mejor de los premios no sería que no existieran estas distinciones? Quizá, hemos perdido el foco, y estamos prestando atención a algo que no debería de hacer falta: ser responsables con nuestro planeta, los animales, las personas que lo habitan, y con nuestra cultura.
Michael Pollan, un conocido gastrónomo, recomienda que si algo no es reconocible por nuestras abuelas como comida no lo deberíamos comprar ni consumir. Y en cierto modo tiene razón, pues la producción moderna de alimentos comporta procesos que, dejando de lado su escaso cuidado por una nutrición adecuada, despojan a los campesinos de sus tierras, agudizan las desigualdades, y entrañan un despilfarro de los recursos naturales. Tal y como sociedad de consumo que somos, nuestro comportamiento como ciudadanos influye notablemente en el modelo en el que vivimos y en el que está por construir. Ahora bien, los hábitos de compra tienen sus limitaciones. Podemos comprar alimentos ecológicos; apoyar al pequeño comercio; dedicar más tiempo a cocinar evitando los alimentos ultraprocesados; reducir los envases o apostar por el comercio justo, y todas estas, y otras acciones deberían repetirse tanto como fuera posible. Sin embargo, no llegaríamos tan lejos como creemos. Lo cierto es que, en realidad, sólo tenemos la ilusión de que podemos elegir. Por este motivo, la política de la alimentación no se puede reducir a los hábitos de compra y consumo.
Figura 1. HLPE – Marco conceptual de los sistemas alimentarios para las dietas y la nutrición.
Fuente: HLPE, 2017
Necesitamos construir un sistema alimentario saludable e integrado en la estructura de los desafíos futuros, y mientras no lo hagamos, seguiremos sin tener ni idea del origen de los alimentos que se sirven en los comedores escolares, en las cafeterías del trabajo o en los restaurantes que frecuentamos[8]. Desafortunadamente, hay pocas esperanzas de que los organismos reguladores que se supone que tienen que supervisar nuestra alimentación hagan lo necesario para que se produzca un cambio de paradigma. Presos de la visión política de sus gobiernos occidentales, lo quieran o no, están comprometidos con un mercado global desregulado que mantiene intactos los sistemas de protección agraria de los países desarrollados mientras, contra toda lógica e injustamente, impone al resto del mundo el llamado mercado libre[9].
Referencias bibliográficas
1. Hawkes, C. Uneven Dietary Development: Linking the Policies and Processes of Globalization with the Nutrition Transition, Obesity and Diet-Related Chronic Diseases. Global. Health 2006, 2, 1–18, doi:10.1186/1744-8603-2-4/FIGURES/1.
2. Aune, D.; Giovannucci, E.; Boffetta, P.; Fadnes, L.T.; Keum, N.N.; Norat, T.; Greenwood, D.C.; Riboli, E.; Vatten, L.J.; Tonstad, S. Fruit and Vegetable Intake and the Risk of Cardiovascular Disease, Total Cancer and All-Cause Mortality-A Systematic Review and Dose-Response Meta-Analysis of Prospective Studies. Int. J. Epidemiol. 2017, 46, 1029–1056, doi:10.1093/ije/dyw319.
3. Abbafati, C.; Abbas, K.M.; Abbasi-Kangevari, M.; Abd-Allah, F.; Abdelalim, A.; Abdollahi, M.; Abdollahpour, I.; Abegaz, K.H.; Abolhassani, H.; Aboyans, V.; et al. Global Burden of 87 Risk Factors in 204 Countries and Territories, 1990-2019: A Systematic Analysis for the Global Burden of Disease Study 2019. Lancet (London, England) 2020, 396, 1223–1249, doi:10.1016/S0140-6736(20)30752-2.
4. Santivañez T, Grandos S, Jara B, Chibbaro A, H.M. Reflexiones Sobre El Sistema Alimentario y Perspectivas Para Alcanzar Su Sostenibilidad En América Latina y El Caribe 2017, 20.
5. Gamboa-Gamboa, T.; Blanco-Metzler, A.; Vandevijvere, S.; Ramirez-Zea, M.; Kroker-Lobos, M.F. Nutritional Content According to the Presence of Front of Package Marketing Strategies: The Case of Ultra-Processed Snack Food Products Purchased in Costa Rica. Nutrients 2019, 11, doi:10.3390/NU11112738.
6. Pulker, C.E.; Scott, J.A.; Pollard, C.M. Ultra-Processed Family Foods in Australia: Nutrition Claims, Health Claims and Marketing Techniques. Public Health Nutr. 2018, 21, 38, doi:10.1017/S1368980017001148.
7. Mialon, M.; Corvalan, C.; Cediel, G.; Scagliusi, F.B.; Reyes, M. Food Industry Political Practices in Chile: “The Economy Has Always Been the Main Concern”. Global. Health 2020, 16, doi:10.1186/S12992-020-00638-4.
8. Willett, W.; Rockström, J.; Loken, B.; Springmann, M.; Lang, T.; Vermeulen, S.; Garnett, T.; Tilman, D.; DeClerck, F.; Wood, A.; et al. Food in the Anthropocene: The EAT-Lancet Commission on Healthy Diets from Sustainable Food Systems. Lancet (London, England) 2019, 393, 447–492, doi:10.1016/S0140-6736(18)31788-4.
9. Lawrence, F. Eat Your Heart out : Why the Food Business Is Bad for the Planet and Your Health; PENGUIN, 2008; ISBN 9780141026015.